21/1/12

¿Soñar?

No era un día como todos… A diferencia de la rutina matutina, ese sábado la joven salió una hora antes de lo habitual a caminar por el parque y ejercitarse un poco. Con los ojos semiabiertos, el cabello un tanto despeinado y una botellita de agua comenzó a caminar. El sol amenazaba de a ratos, como rayos de fuego momentáneos, las nubes se acercaban también y cada vez en mayor dimensión. Los pasos se iban convirtiendo en pesados a medida que daba la vuelta en la rotonda, miró su reloj: 7.45, pensó en acelerar su caminata, solo faltaba media hora para partir hacia su trabajo.
La calle estaba desierta, porque era enero, porque era sábado, porque era temprano, vaya uno a saber. La muchacha aprovechó para acercarse al río a respirar

un poco de aire, cerró sus ojos como si volviera a dormir por un rato, solo tenía ganas de soñar, de imaginar, de dejarse llevar por el sonido leve de los pájaros y de las olas. El río estaba tan violento que casi era una contracara con los senderos pacíficos que bordeaban al monumento a la bandera. La ejercitación había pasado a un segundo plano, porque en realidad tenía ganas de soñar.
En un momento, recordó las tardes de su infancia junto al rio pescando mojarritas acompañada de sus padres. Completamente feliz en aquel entonces, una imagen agradable para su mente y hasta esperanzadora, pero fue en ese instante, que pensar en sus padres la hizo volver a la realidad y miró su reloj nuevamente. Pegó un salto fuerte y se dirigió hacia calle Rioja. Se distrajo mirando un cachorro que andaba solo y olvidó el semáforo, un bocinazo la frenó para que espere la luz roja. Siguió su recorrido y vio al costado de la vereda un móvil policial y un par de oficiales.
Su mirada se dirigió al piso, hacia donde se conducían la de los tipos vestidos de azul y con cara de infelices. Un hombre con larga barba, con ojos sacrificados, el pelo casi hecho rasta, los pantalones rotos y sucios, tirado boca abajo sobre el pavimento caliente y atado como un criminal. La chica no pudo conocer su voz, ya que él no se animó ni a dirigir una palabra, pero sus ojos hablaron desde lo más profundo de su corazón. Le dijeron estar triste, solo y desamparado, casi como un murmullo escuchó o imaginó una voz gruesa y gastada que le decía: “No hice nada”. Al lado había un colchón viejo con un olor fuerte.
Se acercó a los hombres aberrantes y preguntó: “¿Pasó algo señor?”, la respuesta fue un seco y crudo: “No”. Insistente, “Señor… señor… ¿Por qué lo detienen?” - “Nena, no puede dormir en un espacio público, es una plaza, nos mandaron a que lo saquemos”. La joven sin encontrarle lógica a la explicación dijo: “¿Y por eso lo detienen? Hace días que está acá y no molesta a nadie, lo único que tiene es ese colchón y debajo de los arboles no hace calor, es viejo… Pobre hombre no tienen compasión”, se quedó parada esperando a que le dijeran algo, pero solo hubo un enorme silencio.
La calle estaba en silencio pero no en paz, ahora si se encontraba en composé con la violencia del rio, salvando las distancias y con respeto al rio que lo que menos provoca es dolor.
Bronca e impotencia era lo que sintió Jazmín en ese momento, y antes de darse la vuelta miró a ese ser desparramado y resignado en el cemento y él le sonrió, nuevamente no dijo nada, pero dijo todo. Ella pensó que fue un signo de gratitud, ¿Cuánto tiempo hará que no se le acerca una persona? Al darse media vuelta y seguir su rumbo a la rutina tuvo un tumulto de sensaciones: cobardía, insatisfacción, tristeza, y algo más. Sus sueños quedaron al lado del río, se subió a un taxi para poder llegar a tiempo a su empleo… “San Luis y España por favor” fueron sus únicas palabras en ese viaje. Por dentro un terremoto que la atormentaba, el sol se había escondido y solo quedaban esas nubes oscuras que anunciaban un llanto del cielo… Aquel hombre quedó debajo de la bandera argentina, abajo del monumento, debajo del Concejo Municipal y sobre todo, abajo del comando que le estaba cuartando su libertad pasando por encima sus derechos.
El vehículo se adentraba en el centro comercial de la ciudad, donde la vorágine la volvía a acercar al desgaste cotidiano que tanto detesta. Llegó a pensar que no quería volver a soñar, porque de nada servía, solo quedaba en ideas el mundo imaginario que deseaba. “Acá está bien, gracias, que tenga buen día”. Descendió del auto y solo vio esa reja que más de una vez la coaccionó en muchas cuestiones y otras veces la protegió de muchas otras, solo quedaba abrir y levantar la persiana para volver a decir “Gracias y hasta luego” a cada uno de los clientes.